Continúo esperando en el centro de esta sala amplia y pálida, escuchando el silencio…
Caminaba bajo la penumbra de aquella calle solitaria y sombría, escondida del resto de la ciudad. Tan solo escuchaba el latido de mi corazón y el eco de mis pasos. Esto me daba la oportunidad de reflexionar sobre lo que contemplé la otra noche: aún recuerdo cuando aquella persona disparó a ese pobre e indefenso hombre. Jamás podré olvidar cómo la sangre manaba de su pecho momentos después de escuchar el tiro, cómo se empañaban mis manos al tapar su torso calado cuando me acerqué al cuerpo inerte, después de que el señor encapuchado huyera corriendo. Podría haber llamado a la policía o a alguna ambulancia pero en cambio me fui apresurado, como si una jauría de lobos hambrientos me persiguiese. Al llegar a casa metí mi camiseta a la lavadora y dejé las manos un buen rato debajo del grifo, hasta que conseguí limpiarme por completo toda la sangre. Quise hacer como si nada de eso hubiese pasado, pero fue inútil, no conseguía pegar ojo.
Mientras vagaba por ese siniestro callejón empecé a sentir cómo se iba estrechando poco a poco, como si las paredes se fuesen juntando y tarde o temprano me diera cuenta de que no había salida. Conforme avanzaba, veía que iba tambaleando y caminaba haciendo eses, yendo de lado a lado y estampándome contra los muros. Noté que se levantaba una densa niebla y de repente vislumbré una luz cegadora al fondo, a lo lejos. Recuerdo que me flojearon las piernas como si fuesen de gelatina y que, al caer al suelo, me di un fuerte golpe en la parte trasera de la cabeza.
Desperté tumbado sobre una camilla azul muy incómoda, en una habitación rutinaria y adormecedora, junto a una bella muchacha rubia que iba vestida con una larga bata azul verdosa. Se acercó a mí con aire alegre y sonriente, mientras me explicaba que había sufrido un desmayo en medio de una calle algo alejada de la ciudad y poco transitada, y que había recibido un duro impacto en la nuca, pero que no era nada grave, y enseguida podría volver a casa. Le di las gracias y me levanté vacilante para que viese que era un hombre fuerte y poder impresionarla, pero me incorporé tan deprisa que me mareé y tuve que volver a tumbarme enseguida. Pasé allí la noche, aunque no pude dormir mucho porque no dejaba de pensar en aquel asesinato. Cuando conseguí conciliar el sueño desperté al poco rato tumbado en medio del pasillo, junto a un montón de enfermeras rodeándome. Todas llevaban mala cara, algunos arañazos y magulladuras. Tenían el pelo revuelto y parecían cansadas. Me acompañaron hasta la cama, pues mis piernas no me permitían andar solo; me encontraba fatal y estaba sudando, además tenía ganas de vomitar. Me explicaron que en medio de la noche me levanté de la cama y empecé a gritar. Sufrí varios delirios, y cuando fueron a socorrerme les agredí para intentar defenderme, mientras les insultaba despiadadamente. La verdad es que yo no recordaba nada pero no me extrañaba lo que me estaban contando, todo esto me estaba superando.
A la mañana siguiente me encontraba bastante mejor, quizá fue por el chute de medicación que me metieron, pero estaba más reconfortado. Al poco rato de que me despertara, vino una enfermera que traía el desayuno, aunque no pude probarlo porque, como todavía estaba débil, me tenían a dieta. Se me hacía la boca agua mientras veía a mi compañero de habitación comerse unas galletas mojadas en leche, así que decidí dormirme. Mis párpados comenzaron a tapiar mis pupilas cuando una voz grave y carrasposa, que gritaba mi nombre a modo de saludo cordial, me despertó del adormecimiento.
- ¡José Cortázar! - vociferó haciendo temblar toda la habitación.
Esa inolvidable voz y su silueta fornida, que pude adivinar entreabriendo los ojos, me condujeron a la conclusión de que la persona que se encontraba en la puerta era… ¡Mi viejo amigo Ignacio Lario! Me incorporé para estrecharle la mano cuando se abalanzó hacia mí, y sus robustos brazos me estrujaron contra su pecho musculoso dejándome casi sin respiración.
- ¡Cuánto tiempo! – dije entre jadeos - ¿Cómo tú por aquí?
- Parece que no te alegras mucho de verme… - respondió con tono irónico.
- ¡Por supuesto que me alegro! Pero… ¿Cómo has sabido de mi ingreso?
- Lo cierto es que no estoy rondando los pasillos de este lugar por tu culpa, sino por la de mi tío recién hospitalizado, que se cayó ayer por las escaleras de su casa. Pero entre los murmullos de las enfermeras me ha parecido escuchar tu nombre, así que he decidido preguntar en recepción por ti -me explicó mientras le escuchaba atentamente-. ¿Y qué haces enganchado a goteros?
- La otra noche sufrí un desmayo, y me han ingresado para estar en observación y descartar otras opciones que no sean una simple bajada de tensión o cosas así.
- ¡Pero si tú siempre has estado sanísimo! – exclamó sorprendido.
- Seguramente habrá sido por el estrés, pero eso es otra historia que ya te contaré más adelante… - respondí evadiéndome del tema, pues no me apetecía contarle todo en ese lugar, arriesgándome a que me escuchase el paciente de la cama de al lado o sus familiares.
- Ahora debo irme… - anunció apenado – pero en cuanto te den el alta ya quedaremos para contarnos nuestras penas.
- Por supuesto, ya nos veremos.
- Hasta más ver – se escuchó mientras desaparecía por la puerta y yo retomaba aquel sueño que había dejado aparcado; más no pude, porque en seguida entró de nuevo una enfermera con un monitor para tomarme la tensión, acompañada de otra mujer que vino a cambiarme el gotero. Cuando por fin se fueron volví a intentar conciliar el sueño, aunque la visita del enfermo de al lado me lo ponía muy difícil con ese volumen de voz tan elevado…
Estuve en el hospital unos días, hasta que me repuse y me dejaron volver a casa. No obstante, a mí me parecieron años los que tuve que soportar en aquel aburrido lugar. Aunque los médicos se pusiesen de acuerdo en que ya me encontraba completamente recuperado yo tenía la impresión de que no estaba en plenas facultades tanto físicas como psicológicas.
Nada más llegar a casa puse la cafetera en el fuego, mientras se preparaba el café vertí un poco de leche en mi taza favorita y la metí al microondas. Fui a mi habitación y me coloqué una bata sobre los hombros porque hacía fresco después de haber estado unos días sin la calefacción encendida. Me tomé el café con leche en el salón acompañado de unas pastas, mientras reflexionaba sobre los últimos acontecimientos sucedidos, encendí el televisor y puse las noticias. Informaban de que habían asesinado a un importante banquero cerca de la sucursal de la calle Poniente. No daban muchos detalles, tan solo salieron unas imágenes de la ambulancia llevándose el cadáver cubierto con una lona azul en una larga camilla; en el lugar del asesinato se perfilaba una silueta blanca dibujada en el suelo. También decían que no habían encontrado el arma del crimen.
Nada más verlo me levanté de un salto empujando la silla y golpeando la taza, haciéndola caer al suelo de forma que se rompió y todo su contenido quedó esparcido por las baldosas. Pasaban imágenes repentinas que destellaban por mi mente produciéndome un fuerte dolor de cabeza. Estaba sumamente alterado. La imaginación me jugó una mala pasada, pues me parecía ver sombras a mi alrededor; notaba que había algo o alguien detrás de mí y empecé a gritar y sudar. Acabé acurrucado en una esquina del salón, mis brazos sostenían mis piernas y debajo de ellas se encontraba escondida mi cabeza. Me castañeaban los dientes, mi mirada se dirigía rápida de un punto a otro de la sala. No soportaba la soledad, así que salí de casa corriendo, bajé las escaleras tan deprisa que resbalé y los últimos siete peldaños los recorrí rodando. El aguacero salpicaba las aceras encharcadas. Me tiré en medio de la carretera; las finas gotas de agua percutían en mi cara mientras miraba al cielo. Las lágrimas que brotaban de mis ojos se disimulaban con la lluvia. Una anciana que estaba refugiada bajo el toldo de una cafetería vino en mi ayuda. Me invitó a dirigirme hacia un lugar más seguro que la calzada. Caminamos unos metros y llegamos a un edificio cochambroso. Subimos por un ascensor y me incitó a entrar a su vivienda. La entrada era de color lila y en el recibidor había una vieja máquina de escribir junto a un teléfono antiguo. Sacó mi bata calada a la terraza y me dio una mantita mientras me ofrecía un chocolate caliente que acepté encantado. Ya estaba más calmado.
- Lamento el estorbo, señora, es usted muy amable pero no tendría por qué haberse molestado.
- No es molestia, muchacho- Respondió con tono simpático.
La verdad es que me agradó mucho que no me hiciese ninguna pregunta de por qué estaba allí, tan desesperado, puesto que no me hacía mucha gracia tener que contar mi anécdota sobre el asesinato. De repente, el rostro amable de aquella señora cambió por completo, parecía que añoraba algo y entonces con voz débil y temblorosa me dijo:
- ¿Sabe? Mi marido también pasó una mala racha… en sus últimos años de vida no salió de su despacho y se estaba volviendo un ser algo extraño. Con esto le quiero decir señor…
- Cortázar, José Cortázar.
- Que no debe desaprovechar la vida, disfrute de ella, son cuatro días.
Las palabras de aquella señora me animaron bastante. Estuvimos un buen rato muy agradable hablando. De vuelta en casa me metí en la cama y me cubrí con las mantas hasta las orejas. No podía dormir, así que encendí mi lamparita de noche y comencé a leer un libro que, hasta hace unos días, me tenía bastante enganchado.
Me desperté a la mañana siguiente con el libro recostado en mi regazo. Salté de la cama más animado que nunca y llamé a Ignacio para quedar en algún bar cercano, pero saltó el contestador automático. Salí a dar una vuelta, era sábado y las calles estaban muy transitadas, y más aún por la zona del mercadillo. Se podía contemplar la gama de colores que desprendían los paraguas que cada peatón sostenía en su mano, pues todavía chispeaba un poco desde la noche pasada. Momentos después de que amainase la lluvia, y los cumulonimbos despejasen el cielo azul cian, pude observar cómo el vapor de agua emergía del asfalto candente, cual chimenea humeante de un hogar londinense. Caminaba mirando los puestos, en los que no vendían más que ropa interior y alguna camiseta o pantalón. Los mercaderes gritaban frases que repetían una y otra vez con la intención de atraer a mayor clientela: “pague uno y llévese tres”, “todo a seis euros”, “bueno, bonito y barato”… También llamaban la atención de la gente los carteles llenos de erratas que anunciaban ofertas. Me acerqué a un puesto semivacío de libros y revistas, el tendero resoplaba aburrido viendo la poca gente que acudía a su comercio. Hojeé unos cuantos cuadernos. Acababa de comprar uno de ellos cuando una musiquilla proveniente de mi bolsillo comenzó a sonar, saqué el móvil y vi que me llamaba Ignacio Lario. Su voz profunda sonaba desde el auricular.
- ¿Ya te han soltado?
- Si, escapé el otro día. - Dije entre risas.
Quedamos en un bar llamado “CLUB CAMPBELL”, que estaba dos calles más al norte de mi casa, a las doce y media.
Llegué bastante puntual, era un pequeño tugurio ponzoñoso. Me senté en un taburete junto al mostrador lleno de marcas de tazas y migas de pan. Salió de la despensa un joven muchacho que andaba con aire desgarbado, su cara purulenta reflejaba su corta edad. Me atendió con simpatía, aunque solo me pudo servir un chupito de whisky, debido a que se les había estropeado la máquina de café. Llenó el vaso con una de las botellas que se situaban yuxtapuestas sobre la encimera y me lo entregó.
Ignacio llegó tarde, algo habitual en él. Se sentó a mi lado.
- ¡José!, ¿qué tal te encuentras?
- Bien, Ignacio, estoy bien. Cuéntame, ¿qué ha sido de ti durante este tiempo?
- Bueno… he estado conociendo mundo, ya sabes que a mí siempre me ha gustado viajar. Ahora estoy trabajando en la sucursal de la calle Poniente.- Me estremecí- Por cierto, venía pensando en nuestro encuentro en el hospital, te noté extraño, ¿ocurre algo?
- Si bueno… no me gustaría explicártelo aquí, prefiero que vayamos a un lugar más privado.
Lo cierto es que había un hombre sentado a nuestro lado que me incomodaba un poco, era gordo y con una frondosa barba de diferentes gamas de colores grises; además, su pestilente hedor me recordaba a las piaras de mi pueblo.
Nos acabamos las bebidas y me invitó a ir su casa. Subimos por un estrecho ascensor en el que parpadeaban las luces. Abrió la puerta y me incitó a dirigirme al salón. Nos sentamos en el sofá y justo cuando estaba a punto de contarle el suceso… corrí, corrí como si la vida me fuese en ello mientras Ignacio gritaba suplicante que volviese, dispuesto a explicármelo todo. Desde el sillón había visto un revólver gris, no muy grande y con alguna mancha de sangre, era exactamente igual que el del asesino…
Entré sofocado a comisaría, comuniqué mi nombre en recepción y me pidieron que esperase un momento. No llegaron a pasar un par de minutos cuando dos agentes me agarraron de los brazos y me llevaron bruscamente a un despacho donde se encontraba un hombre gordo y barbilampiño que me pidió mi DNI. Más tarde, me dirigieron a una sala de interrogatorio donde entró el mismo policía.
- Señor Cortázar… Ha hecho bien en entregarse, esto le quitará problemas.
- ¿Cómo? Yo tan solo he venido a decir que mi amigo…
- Un momento, ¿niega que haya cometido usted el asesinato?- Preguntó asombrado.
- ¿El asesinato? ¿Yo?...
Palidecí, el gesto de mi cara cambió por completo. Imágenes, pensamientos, todo pasaba rápido por mi mente, me vi a mí, con la pistola, disparando…
Y aquí sigo, acusado de asesinato y con un diagnóstico de paranoia, en esta sala… viendo conversar a un par de médicos a través de un gran espejo. Y todo por aquel banquero que no quiso concederme una hipoteca.
Héctor Montón Julve
2º ESO/C
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