Te dejan traumas de por vida, son imágenes que se te quedan
en la mente y jamás las podrás sacar de allí, nunca. Y todo por culpa de unas
personas que viven en sus mansiones sin mancharse las manos, mientras que miles
de civiles mueren al día, ellos gozan de manjares y mujeres preciosas a su
alrededor, es de todo menos justo. Mueren sus seguidores, sus soldados, pero
qué más les da a ellos, están a salvo y su espíritu egocéntrico no les llega
para mirar más allá de su ombligo, no son capaces de pensar que miles de vidas
están acabando por sus estúpidos caprichos, sí, estúpidos, porque son los que
tiene un niño, que no piensa en los demás, no tiene esa capacidad; solo piensan
en lo que les gusta, para ellos; deben tener siempre lo mejor. Deberían darse
cuenta que sus caprichos influyen a miles de personas de un país, que ellos son
los menos castigados, ojalá tuvieran un poco de conciencia sobre sus actos. Ya
solo estábamos mi hermano Irshú y yo, solos ante todo peligro.
Un día sucedió un
milagro maravilloso. Mientras caminábamos por las calles llenas de casquetes de
balas, vimos un edificio a lo lejos que se encontraba en perfectas condiciones,
estaba vallado, dentro había gente y parecían reírse. Ese era un lugar de paz,
donde cuidaban a los niños, les daban de comer y estaban con continua
protección; se veía correr a los niños, jugar con camiones y muñecas y
construían casas improvisadas donde jugar. Hacía demasiado tiempo que no veía una
estampa semejante; era absolutamente fantástico; a mi hermano se le iluminó la
cara por completo y ese temor por toda persona que nos había nacido comenzó a
desaparecer, era nuestra salvación. Aquellas personas eran muy curiosas, todos
los hombres eran soldados, pero eran buenos, no mataban, ayudaban, jugaban con
los niños y les hacían reír, les prometían protección, decían que nadie nos iba
a hacer daño, ellos estarían allí siempre; llevaban unos bonitos cascos azules.
Un día Irshú se acercó a uno de ellos y le preguntó si le dejaba el casco,
siempre le habían gustado, el soldado se rio y se lo colocó en su pequeña
cabecita, se veía más casco que niño; desde ese momento vimos el azul como un
color esperanzador y de alegría. Las mujeres que nos cuidaban allí eran
enfermeras; algunas no hablaban nuestro idioma pero sabían ayudarnos, nos daban
de comer y nos sacaban al patio a media
mañana, nos arropaban por las noches y si teníamos miedo se quedaban junto a
nosotros hasta que conseguíamos conciliar el sueño, eran unas personas muy
buenas. Nuestra confianza hacia ellos cada día iba en aumento, habíamos
encontrado un hogar; después de tanto tiempo, éramos felices.
Un día sucedió algo que nadie esperaba. Mientras estábamos
jugando en el patio, vimos caer una bomba no muy lejos de allí; la guerra había
llegado y no se detendrían por nosotros, arrasaría, llevándose por delante, si
era necesario, miles de vidas de niños y enfermeras inocentes; nos desalojaron
rápidamente y una bomba cayó sobre lo
que fue nuestra casa durante ese tiempo; lo que parecía que mejoraba había
vuelto a empezar, nos encontramos en la misma situación de la que habíamos
partido.
Elisa Martín
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