Pero pasó lo impensable. Una noche, en la que estábamos escondidos en un parque entre los arbustos, alguien se acercó a nosotros y cogió a mi madre; mis hermanos dormían, pero yo no; la arrastraron, ella intentó irse pero no pudo. Jamás sufrí tanto, empezaron a agarrarla, la tocaban, tenían cara de depravados, lo único que querían era forzarla a mantener relaciones sexuales con ellos. Sí, la violaron y no pude hacer nada, solo era una cría, sentí rabia, me quema por dentro cada vez que lo recuerdo, me arrepiento de no haberles dicho nada, pero si lo hubiera hecho, mis hermanos ahora no tendrían a nadie; me los llevé de allí, no quería que ellos presenciaran esa escena, ni que la vieran sufrir. A partir de ese momento yo me hice cargo de ellos, mi responsabilidad aumentó y con ello mi carácter y mi forma de ver las cosas. Ya no era esa niña ingenua que parece que no se entera de nada, a la que podían mentir, diciendo que pronto acabaría todo, que nadie nos iba a hacer daño; había visto sufrir a personas que quería, a las que más quería, y ahora hubiera dado mi vida con tal de protegerles; crecí demasiado en poco tiempo, pero era lo que me convenía, a mis hermanos y a mí. Cada noche íbamos a un lugar, si no lo hacíamos corríamos el riesgo de que nos encontraran y no sería nada bueno lo que nos harían.
Al principio de esta pesadilla, la gente recogía el cadáver de sus familiares, pero cada vez había más muertos y menos fe para velarlos y recogerlos; las calles se amontonaban de cadáveres; a nadie le importaba quién moría si no era de su bando, se había convertido en la muerte de otros por la propia supervivencia; si no matabas te mataban, o huías o dabas la cara y si hacías lo segundo, debías llevar un fusil en la mano y estar dispuesto a disparar fuera dirigida a quien fuera. Un día cogieron a uno de mis hermanos, me lo quitaron de la mano; no pude hacer nada, se lo llevaron y le colocaron una bomba, convirtieron a un niño en una bomba, tan solo era un pequeño de apenas ocho años. No les dio ninguna pena, solo querían su propio beneficio y seguir viviendo, aunque para presenciar eso, a veces es mejor estar muerto. Es horrible, les rogué que no lo hicieran, que él no tenía la culpa, era inocente e iban a pagar con su vida sus desacuerdos políticos y económicos, era injusto. Nadie me hizo caso, ni siquiera se dignaron a mirarme, no tenían sentimientos, se habían convertido en monstruos de destrucción, cuy a única función era matar para no morir, ganar la batalla, sin importar los medios para llegar al final, aunque realmente tanto ellos como nosotros sabíamos que ya nadie ganaba, todos habíamos perdido; la familia, los amigos, la esperanza, la felicidad, la tranquilidad, por perder hemos perdido hasta las ganas de vivir.
Mi única razón era cuidar de mis hermanos, que era lo que me sacaba de vez en cuando una sonrisilla y de las entrañas me brotaba una ligera esperanza; y ahora me lo arrebataban, iban a matarlo, a mi niño; su corazón iba a dejar de latir para siempre, ya no correría la sangre por sus venas y tampoco me contaría sus pesadillas; era inocente. Estalló, nadie hizo nada para ayudarle; mi hermano salió en miles de pedazos, matando consigo a otros tantos hombres. Esa imagen se quedó clavada en mis pupilas, como puñales; mis ojos empezaron a sumergirse, la vista se me emborronó y la lágrimas comenzaron a salir, sin ningún motivo que las pudiera parar, por mis mejillas. Cogí a mi otro hermano en brazos y huimos, no pude presenciar más ese momento, no sabía cómo explicarle por qué le habían hecho eso a su hermano, fui incapaz, pero él tampoco preguntó nada.
Elisa Martín Dobón
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