jueves, 25 de abril de 2013

CUANDO LA SANGRE CORRE III



Te dejan traumas de por vida, son imágenes que se te quedan en la mente y jamás las podrás sacar de allí, nunca. Y todo por culpa de unas personas que viven en sus mansiones sin mancharse las manos, mientras que miles de civiles mueren al día, ellos gozan de manjares y mujeres preciosas a su alrededor, es de todo menos justo. Mueren sus seguidores, sus soldados, pero qué más les da a ellos, están a salvo y su espíritu egocéntrico no les llega para mirar más allá de su ombligo, no son capaces de pensar que miles de vidas están acabando por sus estúpidos caprichos, sí, estúpidos, porque son los que tiene un niño, que no piensa en los demás, no tiene esa capacidad; solo piensan en lo que les gusta, para ellos; deben tener siempre lo mejor. Deberían darse cuenta que sus caprichos influyen a miles de personas de un país, que ellos son los menos castigados, ojalá tuvieran un poco de conciencia sobre sus actos. Ya solo estábamos mi hermano Irshú y yo, solos ante todo peligro.
 Un día sucedió un milagro maravilloso. Mientras caminábamos por las calles llenas de casquetes de balas, vimos un edificio a lo lejos que se encontraba en perfectas condiciones, estaba vallado, dentro había gente y parecían reírse. Ese era un lugar de paz, donde cuidaban a los niños, les daban de comer y estaban con continua protección; se veía correr a los niños, jugar con camiones y muñecas y construían casas improvisadas donde jugar. Hacía demasiado tiempo que no veía una estampa semejante; era absolutamente fantástico; a mi hermano se le iluminó la cara por completo y ese temor por toda persona que nos había nacido comenzó a desaparecer, era nuestra salvación. Aquellas personas eran muy curiosas, todos los hombres eran soldados, pero eran buenos, no mataban, ayudaban, jugaban con los niños y les hacían reír, les prometían protección, decían que nadie nos iba a hacer daño, ellos estarían allí siempre; llevaban unos bonitos cascos azules. Un día Irshú se acercó a uno de ellos y le preguntó si le dejaba el casco, siempre le habían gustado, el soldado se rio y se lo colocó en su pequeña cabecita, se veía más casco que niño; desde ese momento vimos el azul como un color esperanzador y de alegría. Las mujeres que nos cuidaban allí eran enfermeras; algunas no hablaban nuestro idioma pero sabían ayudarnos, nos daban de comer y nos sacaban  al patio a media mañana, nos arropaban por las noches y si teníamos miedo se quedaban junto a nosotros hasta que conseguíamos conciliar el sueño, eran unas personas muy buenas. Nuestra confianza hacia ellos cada día iba en aumento, habíamos encontrado un hogar; después de tanto tiempo, éramos felices.
Un día sucedió algo que nadie esperaba. Mientras estábamos jugando en el patio, vimos caer una bomba no muy lejos de allí; la guerra había llegado y no se detendrían por nosotros, arrasaría, llevándose por delante, si era necesario, miles de vidas de niños y enfermeras inocentes; nos desalojaron rápidamente y  una bomba cayó sobre lo que fue nuestra casa durante ese tiempo; lo que parecía que mejoraba había vuelto a empezar, nos encontramos en la misma situación de la que habíamos partido.
Elisa Martín

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