miércoles, 8 de febrero de 2012

TRAS LAS HUELLAS DE "LA SIERRA DEL ALBA", de Avelino Hernández


     Anoche, cuando cerraba aceleradamente todas  las persianas para evitar que el aire frío y los alaridos del viento se colaran por la más mínima rendija, recordé la historia de una maestra, María, de  un pueblo, El Vallejo.
     Pueblo que recorrí en la ruta literaria de hace unos veranos “La Sierra del Alba”. Esa zona de las tierras altas de Soria, que cobija a una cuarentena de pueblos abandonados  hace mucho por sus vecinos y  actualmente rehabilitado alguno, por los neo-rurales, campamentos juveniles o por nostálgicos hijos del pueblo, que una vez pagada la hipoteca de la ciudad, han decidido levantar los muros de sus raíces, arreglarse su casica para el verano y si a estos se les han añadido otros;  juntos,  hasta recrear las fiestas patronales donde tomar unas pastas y mistela junto a la ermita a cargo de los mayordomos de turno, e incluso en algún pueblo como Sarnago se han lanzado a montar un “Museo etnológico” donde agrupar todos los cachivaches de antaño , mimosamente limpiados de su “orín” como si acariciaran las manos de las personas que otrora tiempo los manejaban.
     El Vallejo, recuerdo, se encontraba en la ladera de un barranco con vistas a un  valle profundo, hermoso, pero hostil por el difícil acceso y escasa comunicación.
     Me sobrecoge cuando recuerdo esta etapa porque su autor, Avelino Hernández, en esta encrucijada de caminos pone en boca del profesor Karl Adhel la desorientación y pérdida de la que es protagonista; hecho similar que nos ocurrió a nosotros  mismos y que  ya conté la primera vez que expuse esta ruta en este mismo blog. Ambos nos encontramos con la noche cayendo y la sensación de una “soledad ensoledada” escuchando tan solo el nítido chasquido del agua cayendo de alguna lejana torrentera junto a algún cárabo madrugador.
     Oigo en la radio los  -12º que se esperan para esta noche y me estremece el recuerdo de El Vallejo, vacías sus calles, ya todos se fueron, aunque quizá en la escuela quede algún girón de  vida, de esa vida que defendió con la suya, la maestra María; de esto hace mucho tiempo, cuando las chimeneas lanzaban al cielo sus humos grises y soñaban bajo los tejados sus moradores.
     La historia que  narra Avelino de este lugar, al igual que lo hace de cada uno de los pueblos que va describiendo y dándonos a conocer, muestra lo más entrañable entre sus gentes y en este caso será el recuerdo que todos tenían de la maestra María.
     La maestra que con una gran vocación y entrega,  les enseñó a leer, a escribir y las cosas útiles de la vida a todas las generaciones que pasaron por sus manos.
     En un principio hubo dos clases, una de niños, otra de niñas, como correspondía a la época histórica que les tocó vivir. Pero un día la supresión fue más necesaria que la segregación por sexos y se quedó ella sola con ambas aulas.
     Redoblando con ello aún más, si cabía, su esfuerzo y voluntad  para sacar adelante a estos chavales, aunque la emigración también hizo su mella y cada día nuevos portones se cerraban arrastrando consigo a familias llenas de niños y niñas que mermaban su trabajo.
     Estaba muy triste porque los quería  y además su  mengua  hacía que danzara en el aire la posibilidad de que fuese cerrada definitivamente  la escuela, quedándose sin lo que más deseaba en esta vida, que era ser maestra de pueblo..
     Un día se le ocurrió una cosa: cada vez que se le fuera de la escuela otro niño plantaría en una maceta un geranio. Y si se le iba una chica, plantaría una buganvilla.
-Así me acordaré siempre de ella-decía.
En el curso siguiente se fueron más. La escuela estaba ya casi vacía. Pero las ventanas y los pupitres y la mesa y el suelo estaban llenos de geranios verdes y blancos y de buganvillas verdes y moradas.
     Indudablemente llegó el día en que no había alumnado y la escuela cerró  pero  los hombres del pueblo, ya mayores todos, se juntaron y decidieron que Doña María se tenía que quedar allí porque era como una más del pueblo. Ella lo agradeció mucho, en realidad no tenía dónde ir, lloró de emoción  y aceptó  henchida de afecto.
     Y desde aquel día todas las mañanas, como lo había hecho durante tantos años, a las diez abría la escuela, que ahora estaba toda llena de geranios y buganvillas. Los cuidaba a todos. Los regaba. Ponía tierra mejor en las macetas de los que habían crecido menos. Cuando salía el sol, los sacaba a la ventana: Cuando hacía frío, tapaba con papeles las rendijas por donde podía entrarles el aire.
     Y hablaba con ellos.
     Sí. Les decía:
     -Tenéis que criaros fuertes. Resistir. Porque sois muy frágiles todavía.
     -Tú te estás torciendo un poco-le decía a una buganvilla-.Te voy a poner un apoyo  para que te endereces.
     Y a un geranio le explicaba que tenía que dirigir las hojas hacia donde venía la luz.
     Y así a todos  les iba asesorando y orientando, por su nombre y según sus problemas, igual que hacía cuando la escuela se llenaba de magia con las voces de los chiquillos.
     Aquel invierno hizo mucho frío. Ella seguía yendo a la escuela, si se secaban las hojas, las pintaba de verde con un pincel.
    Si a las buganvillas se les caían las flores, las prendía  a las ramas con un alfiler.
     Aquella tarde la temperatura era más baja que nunca, los hombres comentaban que se iban a perder las frutas y los sembrados.
     Ella se sentía inquieta en su casa.
     Por la noche empezó a arreciar la helada. Doña María no pudo resistir más. Cogió un  chal y un mantón y con una linterna se fue hasta la escuela.
     Por la mañana, cuando la encontraron, había juntado en torno a sí todos los geranios y las buganvillas. Las había arropado con el chal y el mantón y se había reclinado junto a ellos como queriendo defenderlos de la helada y darles calor.
      Se había muerto de frío. Doña María.
     Y ahora entreviendo tras los cristales los copos de nieve que van cayendo tan dulcemente sobre la tierra sedienta, pienso en todas esas maestras y maestros que han pasado los mejores años de su juventud en pueblos ignotos, más olvidados si cabe porque eran otros tiempos en que casi nadie , salvo en las urbes, disfrutaba de mínimas comodidades como luz y agua corriente; pero han tenido a pesar de ello muy claro su objetivo:”Desenmarañar la ignorancia y llenar de luz a esas cabezas infantiles”, teniendo su mayor  recompensa en esos ojos que las miraban asombrados ante tanto mundo por conocer y vivir.
     ¿Quién no recuerda a sus primeros maestros o maestras que le enseñaron a escribir , a pensar y a leer esas frases con esa rima cuajada de  calor de hogar, como:
      Mi   mamá   me   mima.
      Yo   mimo   a   mi   mamá
...
     ¿Quién  de nosotros no recuerda  a su Doña María particular?
     Por ella, por ellas, en esta noche nacarada, desde “la  sierra del Alba turolense”, con el mayor agradecimiento, rememoro esta historia entrañable, sintiendo tan solo el ulular del viento por las calles desiertas, al unísono del lamento lejano de El Vallejo y de todos  los pueblos que conforman  la sierra del Alba soriana, caseríos enmudecidos desde hace tiempo en el silencio infinito de su inmensa soledad.
                                                                Carmen García Royo

4 comentarios:

  1. Una historia emocionante.

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  2. Gracias Carmen, tu comentario ha sido un auténtico regalo.

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  3. Me ha parecido una historía entrañable. Me ha recordado en algún aspecto, sobre todo por el frío y por el sentimiento docente tan profundo, a la "Historia de una Maestra" de Josefina Aldecoa y sin irnos a ámbitos tan literarios, a las aventuras y desventuras de alguna joven maestra en su primer destino. El mismo frío, la misma ilusión por enseñar.También se podría escribir algún capítulo sobre eso. Sí, creo que afortunadamente,muchos hemos tenido y tenemos a nuestra Doña María particular.

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  4. Preciosa historia.
    La imagen de ella cuidando sus plantas-niños es impresionante.

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