Dejamos este pueblo, Cuevas de Cañart, con su sabor a eternidad entre los muros policromados y servitas y nos quedan aún más sorpresas: de repente un extremo del pantano de Santolea nos sale al paso y los restos de unas casas destripadas y semiderruidas, constatando que no existe la iglesia, centro de cualquier agrupación humana. Estos escombros desvencijados nos miran con ojos vacíos desde lo alto de la planicie, asomándose descaradamente hacia la vertiente de las aguas. Son como “una sucesión de esqueletos rotos contra la tarde”, como diría Labordeta.
Es –era- el pueblo de Santolea, derribado en los años 60 por las excavadoras de la CHE, su iglesia destruida y desaparecida, su cementerio expoliado, sus habitantes desafectos de sus tierras, porque primero se las expropiaron para anegarlas y luego cuando no les quedó más remedio pues de qué iban a vivir, abandonaron, se autoexiliaron. Así esas casas llenas de promesas de futuro y arrojo vital se cerraron y con ellas llegó el abatimiento de los pueblos que en él se sustentaban, Ladruñán y Castellote, especialmente el primero.
Castellote, antiguo enclave templario, aminoró su crecimiento pero se mantuvo, siendo hoy el centro de la capitalidad. Fueron sus minas, sus vías de comunicación y su población mayoritaria la que al amparo de las comarcas logró renacer, siendo en la actualidad un lugar de encuentros lúdicos y culturales.
De su patrimonio, lo más resaltado, aparte de la espléndida arquitectura popular del casco antiguo, es el castillo en la parte más elevada, destacando dentro la torre del homenaje y los trazos de su sala capitular, con planta rectangular y dentro de la tradición románica.
Existen claramente los perfiles de los antiguos aljibes, las estelas del recinto originario y las sucesivas fases por las que pasó. La última a cargo de los carlistas y bombardeada por los liberales, de ahí su actual ruina.
Tras el castillo esbozado un importante acueducto sobre arcos de medio punto y el Llovedor, ermita del s. XVIII encajada entre rocas.
Después de tanta trápala, nada mejor para el descanso del guerrero o guerrera, que el Hostal de Castellote, cálido, familiar, exquisito y con una gran colección de botijos en cerámica, llevados por sus clientes desde los puntos más extremos. Véase la revista “Verde Teruel” nº 21.
Esto sí que es viajar con los ojos bien abiertos, además porque nos los abres a otros.
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