Días después nos dijeron que iba a empezar el tiroteo y nos tuvimos que tumbar en un hueco porque nos dijeron que las balas pasarían por encima de nosotros sin darnos. Aquel día, cuando acabó, vinieron y dijeron: "Pobres niños, qué mal lo han debido de pasar", y nos dieron unas migajas de pan y un bote de conserva con el que pasamos dos días enteros.
Una semana más tarde vino mi padre y me dijo que tendríamos que pasar toda la guerra allí, pero no podíamos jugar para que no se enterasen. En los corrales teníamos agua en garrafas pero apenas nos daban de comer. Al acabar la guerra volvió mi padre y dijo que pronto volveríamos al pueblo pero ahora tenían que recoger a los muertos. Tres días después volvimos al pueblo pero se habían llevado todo: los sofás, las camas, los colchones... a todos los habitantes del pueblo. Decidieron hacer un comedor en el pueblo, en la plaza, donde cada día nos daban un plato de comida.
Gracias a Dios a ninguno de mis familiares o conocidos les pasó nada.
Lucas Barea (4º B)
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