Perdiste
el miedo a aquel frío y alambrado muro, siempre vigilado por soldados
armados. Lo observabas junto con tu amigo, con el que habías tramado un
plan para saltarlo para volar a la libertad, desde una carpintería
cercana a una sección de un muro paralelo que estaban construyendo.
Ambos espiabais al soldado que vigilaba ese tramo, joven como
vosotros, quizá sólo un mandado de alguien más poderoso, que tampoco
sabía que iba a entrar en la Historia.
Cuando él dio la espalda
al punto por el que planeabais pasar, os levantasteis corriendo y
conseguisteis saltar el muro en construcción, pero cuando ibas a escalar
el siguiente tras tu amigo, el soldado se giró y te vio.
Su puntería no fue muy certera, pues te dio en la pelvis, lo que te
hizo caer al lado contrario de una manera que para nada hubieses
deseado.
Diste con tu espalda en el suelo y empezaste a llorar,
sintiendo cada punzada de dolor intensamente y cómo tu vida se escapaba
en esas alas sangrientas que se dibujaban en el asfalto.
Te quejabas y gritabas, mientras ni soldados del lado occidental ni
los habitantes hacían nada por ayudarte. Les mirabas con rostro
suplicante, y nada. Al cabo de una hora volaste hacia la libertad. Uno
de los militares que te negaron su auxilio te cogía en brazos y te
llevaba de vuelta al este del muro, y en su rostro se leía un cargo de
conciencia, mientras que de fondo se oía a los habitantes gritar
“¡Asesinos, asesinos!”
Susana Montesinos
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